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La culpa es de mi barrio

La gente que me quiere me incita a escribir, pero desde hace un tiempo, me cuesta bastante. Me cuesta escribir, pero aún más compartirlo.

Parece ser que cada escritor tiene potentes razones para hacerlo, y posiblemente, mis motivos no son de gran envergadura.

Emil Cioran consideraba que escribía para no matar a alguien (razón de peso, sin duda). Mi querido Federico, sin embargo, afirmaba que escribía para que lo quisieran. Ambos motivos me parecen loables, aunque empieza a darme cierta identidad y solvencia que no me quieran, empieza a gustarme tener detractores, sobre todo si son discretos. La cuestión es que hoy he decido daros un rato el coñazo.

Por motivos ajenos a mi voluntad, estos últimos días he caminado por las calles de mi infancia y los pequeños detalles han hecho despertar los recuerdos en mi maltrecha memoria. Laika me acompañaba con su caminar gracioso y su mirada vivaz. Ella tiene el poder de leer mis pensamientos, conoce mejor que nadie mis mundos sutiles, de hecho, ella en sí misma es un mundo sutil.

Llegué hasta mi portal y me asomé cautelosa, como una espía, a través del cristal para comprobar que el felpudo de la entrada seguía siendo el mismo, eso sí que es reciclar, o quizás, es solo que pertenece a la infancia, donde nada se deterioraba con la misma facilidad, en aquella época todo duraba más, desde las zapatillas y los jerséis hasta la amistad. Quizás porque lo más real de nosotros se quedó allí, donde llorábamos cuando estábamos tristes, donde comíamos cuando teníamos hambre, donde la amistad era solo un lugar al que ir a refugiarse sin pedirle permiso a WhatsApp, sin intermediarios, sin más interés que el gusto por compartir la vida por sencilla que fuera.

Pude verme bajar las escaleras de la mano de mi madre, pude verme subida a cuestas de mi sufrido hermano, pude verme adolescente, en la oscuridad, despedirme abrazada al que luego ha sido el hombre de mi vida y, por poder, hasta pude ver a aquel chico de mi barrio que una mañana apareció con un limón en la mano y una jeringuilla enganchada al brazo. Aunque casi todas las historias de mi escalera fueron bonitas, también viví algún episodio desagradable.

Continuamos nuestro camino, dimos un extraño rodeo, a veces Laika me pasea a mí, más que yo a ella, quiere oler y cotillear todo lo que se le antoja.  Y así fue, sin pensarlo, como mi pequeña y peluda hada me llevo justo hasta aquel rincón de mi infancia. Hoy ocupado por un agradable parque, decorado con bellos grafitis que me llevan a pensar, que quizás cuando imaginamos cosas bonitas, algo de esa energía permanece en ese lugar. Como si la imaginación tuviera cierto poder para traspasar las fronteras de la realidad.

Escalar aquella tapia prometía cumplir un sueño inalcanzable. Y yo era demasiado pequeña, así que miraba a los niños de mi barrio saltar al otro lado con admiración y con la esperanza de crecer rápido, una cuarta más y estaba lista. Habían hecho huecos en la pared para subir por este lado, pero al otro, había que saltar hasta el árbol del paraíso y dejarse caer. Cabía la probabilidad de arriesgarse, pero siempre he sido bastante prudente. Incluso cuando era una niña, prefería pecar de cauta a pecar de tonta. O eso es lo que opinaba sobre los que no sabían medir las consecuencias de sus actos y volvían con una pierna rota o con una brecha en la cabeza. Lo pensaba y en parte aún lo pienso. Dicen que el mundo es de los valientes, es la frase más manida, pero yo nunca quise el mundo, yo siempre he querido paz, y la paz, quizás, sí está reservada para los prudentes.

Incluso el sol tenía la delicadeza de esconderse tras aquella tapia cada tarde, besaba con su chispa de atardecer y nubes rojas aquel lugar.

Regresaba a casa cabizbaja y, a menudo, le pedía a mi madre que sacara el lápiz. Ella, siempre colaborativa con esta causa, me decía: -ponte bien recta- y entonces yo apoyaba bien mi cuerpo contra la pared y alzaba la cabeza para hacer las comprobaciones pertinentes. Tanto bocadillo de chorizo Revilla con Coca Cola con azúcar y cafeína (comida indecente para la generación Alfa) estaba haciendo más efecto a lo ancho que a lo largo.

El caso es que un buen día, cuando menos quise acordar, me encontré saltando al otro lado. La historia de los muros y las murallas, que impiden el acceso o la salida, también es la historia de aquellos que se las ingeniaron para atravesarlos.

Era un campo lleno de margaritas, árboles y una antigua casa abandonada donde los adolescentes del barrio habían construido un lugar semi habitable, un lugar donde ser libres fuera de las miradas obscenas de los adultos. La cuestión es que pensé que, si era un espacio de libertad, yo quizás en lugar de un novio podría llevarme un libro. Al fin y al cabo, leer siempre ha sido un acto de rebeldía. Y así fue como encontré un lugar para leer y fui feliz.

Como ya había pegado el estirón, dejé de zampar bocadillos y después de una adolescencia tranquila, sentí miedo de convertirme en una persona adulta. Pronto dilucidé que era difícil que yo estuviera contenta fuera de lo que yo consideraba la perfección de la infancia.

Ahora, como persona supuestamente madura, puedo decir que mis miedos no eran infundados, no me equivoqué, no entiendo por qué la mayoría de las veces no me hago caso, cuando está claro que casi siempre tengo razón.

Y así fue como me coloqué el traje de astronauta para disimular mi inocencia y viajar hacia la vida adulta, cuando la auténtica inocencia es despegar a otros mundos llenos de intereses y mentiras que, sin embargo, en la niñez no existen. La vida se ha convertido en una obligación que no cumplimos nunca. Vivimos en una moderna cueva cibernética, que nos cuenta cosas que creemos sin cuestionarlas, siempre estamos encerrados, en casa, en el coche, en el trabajo, en nuestro móvil, llegamos a casa y nos volvemos a encerrar en Netflix mientras ponemos en práctica alguna dieta saludable de moda en redes sociales, pero sin darnos mucha cuenta de lo que estamos masticando. Nos vamos a la cama sin albergar recuerdos, como autómatas, intentando acumular cosas, pero no momentos. El virus de la velocidad ha alcanzado a todo el mundo, demasiadas obligaciones que cumplir, y se nos pasa la vida corriendo para no llegar nunca. Decía Gloria Fuertes, que la gente corre tanto porque no sabe a donde va, el que sabe a donde va, va despacio, para paladear el ir llegando.

 Continué caminando, con cierta nostalgia, un sentimiento que no me gusta, aunque soy consciente de su utilidad, su única pretensión es rescatar un trozo de nuestro tiempo de las garras del olvido. La casa de una antigua vecina apareció delante de mí, sonriente, con la misma fachada amarilla. Me paré para sentir los lunes por la mañana, con la mochila saltarina a la espalda, caminando hacia la escuela, cuando en el balcón apareció una mujer con el caminar torpe y la mirada desorientada por la vejez. Reconocí en su gesto ausente a la que fue mi joven y sagaz vecina tras el derrumbe que provoca la batalla contra los años. Se me quedó mirando un rato y por un momento pensé que me había reconocido, pero se dio la vuelta y se marchó lentamente por donde había venido.

Qué tristeza el paso del tiempo, la velocidad del tiempo y, aún más, el olvido. El terrible e inquietante olvido.

Mi pareja, que me conoce bien, cuando algunas tardes me encuentra triste y silenciosa sin motivo aparente, me deja un bocadillo de chorizo y una Coca Cola sobre un libro, cierra la puerta y se marcha.  Sabe que se producirá la magia y que cuando pasado un buen rato yo salga de allí, habré vuelto a florecer.

“Parece como si existiera en el cerebro una región totalmente específica, que podría denominarse memoria poética y que registrará aquello que nos ha conmovido, encantado, que ha hecho hermosa nuestra vida.” La insoportable levedad del ser. Milan Kundera

Texto: Cuca Centeno. ©. Copyrigh

Un año más.

Hace tiempo que no escribo, escribir es ponerte delante de un espejo y no me apetecía mirarme. Hoy lo hago para conmemorar que en unos días soy un año más mayor, pero tengo la sensación de que han pasado cinco. La vida me ha dado un curso acelerado sobre la amistad, el amor, la muerte, la vida y, sobre todo, sobre mí misma.

Siempre me he sabido sensible, pero nunca me había planteado mis fortalezas. Es triste que la vida te enseñe a golpes, pero lo hace. Lo sorprendente es que cada vez que me he sacudido el polvo para levantarme, había aprendido algo nuevo.

El año ha dejado imágenes que quedarán en mi memoria para siempre: clases llenas de niños con mascarillas y desinfectantes encima de la mesa, que siguen compaginando con su libro de Lengua y sus rotuladores con más normalidad de lo esperado. Quizás porque antes de que el mundo nos contamine somos básicamente eso, normalidad. 

El silencio del ataúd de mi madre entrando en un nicho y el sonido de una espátula que tuve que aguantar con el rigor de saber que no me gusta llorar en público. O quizás con la sensación de que aguantar ese llanto sostenía un poco el dolor de mi padre que, de pronto y sin saber cómo, estaba a mi lado apoyado en un bastón que nunca había usado (igual que nunca había usado esa postura de derrota a pesar de su avanzada edad). Lo he visto toda la vida caminar de frente y erguido. La muerte, los hospitales y las mascarillas nos habían pasado factura a todos casi sin darnos cuenta. No había tiempo para darse cuenta, solo para correr cada día al hospital y despedirme mil veces que aún me parecen pocas; para susurrarle al oído, mientras la cogía de la mano , que podía irse tranquila, que le prometía portarme bien y sobrevivir sin ella y, sobre todo, le prometía no tomar Coca Cola por las noches.

 Cuando pude pararme un poco reparé en su bastón, en mis nuevas arrugas en la comisura de los labios, en mis ojeras, en mis canas multiplicadas y en la sensación de no volver a ser nunca más la niña que fui, esa niña que siempre ha estado dentro de mí y que ahora llevo de la mano porque se siente huérfana y triste. Le he hecho la firme promesa de que ahora seré yo quien cuidará de ella. Ambas somos conscientes de que nadie, nunca más, nos querrá de forma tan incondicional. Aunque tenemos la extraña certeza de que ella nos acompañará para siempre y eso nos ha otorgado cierta paz. Es imposible expresarlo con palabras, porque desciende de un mundo tan intangible como verdadero. Quizás porque el amor no muere nunca, vive siempre dentro del que ama, y ese sentimiento es el mejor superviviente de todos los sentimientos existentes. Si la busco, la encuentro en el sol cuando cae, en las hojas del otoño, en todos los ciclos de la vida en los que se alberga la esperanza de volver a encontrarse.

Otra imagen para el recuerdo son unas hojas de parra sobre mí, entre las que se filtraba un sol abrasador de mediodía, una chicharra rompía nuestro silencio. Yo estaba en una hamaca con un bikini puesto a desgana; justo a mí lado, una de las mujeres de mi aquelarre me sostenía la mano, ahuyentando la tristeza a escobazos, a trozos de fruta porque no quería comer, curándome el alma a cucharadas de amor, de conversaciones y de silencios.

Aun estando tumbada, sentía que el mundo se abría bajo mis pies; si no hubiera sido porque ella, me aguantaba la mano en un amor incondicional e inquebrantable que durará para siempre, porque sin esa mano y las del resto de las mujeres de mi vida, no sé si hubiera tenido fuerzas para levantarme.

Ha sido un año para aprender sobre el amor, sobre el desamor, sobre reinvenciones aliñadas con demasiados fracasos y algún pequeño triunfo. Triunfo que ha residido principalmente en la certeza de saber que puedo caminar sola. Es agradable  que alguien te acompaña en el camino, pero también es muy importante reconocer que puedes hacerlo sola si es necesario.

He aprendido que las mujeres de nuestra vida son imprescindibles para la supervivencia, aunque deben tener la fortaleza de quererte en tu complejidad y con tu complejidad. Y eso no es fácil. Si encontráis alguna, amadla para siempre, yo tengo la suerte de tener varias.

He aprendido que el ser humano es complicado y que hay que tener una dosis de bondad enorme en el corazón para poder aceptar la complejidad de los demás. He aprendido que la vida y el amor son frágiles y que, por eso mismo, hay que disfrutarlos.

Ha sido un año difícil, pero he crecido mucho, ya casi me siento una niña mayor, así que no voy a quedarme con todas las veces que me he caído, sino con todas las veces que he sido capaz de levantarme.

Gracias a todos y a todas los que me habéis ayudado a sobrevivir un año más, ojalá que  en el año que estreno, me atreva a volver a soñar.

«El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona»

Hölderlin.

Texto: Cuca Centeno. ©. Copyright

Imagen extraída de Internet, si eres su autor  dímelo y añadiré tu nombre o la retiraré de inmediato.

Mi amigo Charlie.

Charlie es mi amigo. Antes se llamaba Carlos, pero cuando mi niña interior se dio cuenta de que la entendía mejor que nadie, lo rebautizó.
Me enamoré de él un día 1 de enero, me presentaron a un hombre de sonrisa franca, humor sincero y una mirada pícara y brillante. Me cogió de la mano y salimos a bailar. Su ritmo era tan diferente al mío, que casi alcanzamos el paso correcto. Un ritmo discordante y perfecto que dura hasta hoy.
Se me antojó un alma vieja con cara de niño y quise atraparla para que no se me escapara. Aunque el alma de Charlie es casi inalcanzable, porque tiene alas y vuela.
A pesar de eso, alguna vez la he cogido desprevenida y se ha quedado tranquila, entre mis manos, y me ha enseñado canciones y versos, palabras de colores, palabras grises y alguna rima nostálgica del niño triste que a veces es.
Mi amigo Charlie es capaz de beber mucho zumo de levadura y en ese momento todas nos convertimos en princesas, o eso dice él. Una vez le dijo a una señora de 70 años que era un princesa y la besó, entonces se produjo el sortilegio: desde ese momento ella se siente más joven y es muy feliz. Mi amigo Charlie sabe cómo hacer a las personas felices casi sin darse cuenta.
Si estamos contentos cantamos «por lo arto de la tapia, va una maceta» que es la bso de nuestra amistad. Y siempre le ponemos mucho empeño al cante.
Cuando vamos de vacaciones a Charlie le pican todos los mosquitos del lugar, sin faltar ni uno, y él se levanta muy enfadado. Eso acontece porque tiene la sangre de caramelo.
A veces se pone nostálgico y triste, también es capaz de reír a carcajadas e incluso puede enfadarse hasta que se le inflama la vena del cuello y se pone rojo, pero le das un beso y se le pasa enseguida.
Hay un antídoto que le puedes aplicar fácilmente para casi todo y es un poco de amor: le repartes besos a cucharadas y va quedándose dormido como un niño pequeño. El amor lo tranquiliza mucho.
A mi amigo Charlie le gusta dibujar casas y sabe hacerlo muy bien. Ha soñado tanto con casas que algunas se han hecho realidad y esos sueños le han quedado la mar de bonitos.
También sabe dibujar historias, por eso algún día yo quiero escribir muchas, para que mi amigo Charlie, con sus dedos huesudos, pueda dibujarlas con tinta rosa en nuestro tapiz azul de los sueños bonitos (herramientas que ambos guardamos en el cajón de las emergencias contra la rutina).
Charlie tiene un bañador rojo. Le gusta ir a la playa y le encanta jugar a las palas y a veces llega con la pelota en la boca, moviendo la cola con entusiasmo. Yo nunca quiero jugar porque a mi la arena me atrapa y me deja pegada al suelo, pero él busca rápido otros amigos con los que jugar y vuelve al rato con una sonrisa de cansancio, feliz.
Normalmente trae algún perro desconocido detrás. A Charlie los perros le son algo indiferentes, sin embargo todos lo buscan, se rinden ante sus encantos y se tumban para que les rasque. El motivo es, como ya he dicho, que tiene un don para las almas infantiles, ¿y quién ha conocido un perro adulto?
En definitiva, Charlie es mi amigo. Ahora vive lejos, pero yo lo siento cerca porque sabe entender mis tristezas infantiles, sabe interpretar mis pesadillas de mujer adulta y es capaz de darme la esperanza de saber que siempre tendré a alguien con quien caminar, aunque sea en dirección equivocada. Lo cual tampoco nos importa mucho, porque a ninguno de los dos nos gusta seguir la dirección correcta.
A Charlie le gusta la música minimalista, la arquitectura minimalista, pero es maximalista para el amor. Por eso lo quiero tanto.
A veces se pierde y no lo encuentro. Normalmente eso ocurre porque él también se ha perdido y se está buscando y sé que en cuanto se encuentre, volverá.
Y ese es, a grandes pinceladas y entre muchas cosas más, mi amigo Charlie.

Texto: Cuca Centeno. ©. Copyright.

En los suburbios de La Habana, llaman al amigo mi tierra o mi sangre.

En Caracas, el amigo es mi pana o mi llave: pana, por panadería, la fuente del buen pan para las hambres del alma; y llave por…

-Llave, por llave -me dice Mario Benedetti.

Y me cuenta que cuando vivía en Buenos Aires, en los tiempos del terror, él llevaba cinco llaves ajenas en su llavero: cinco llaves, de cinco casas, de cinco amigos: las llaves que lo salvaron.
Eduardo Galeano – El libro de los abrazos

De fobias y lagartijas.

¿Os cuento un secreto? No me gustan los aviones (mentira, me dan pánico) y en consecuencia no me gusta viajar. Es verdad que no estoy orgullosa de ello, también es cierto que a veces tengo la sensación de estar perdiéndome algo importante. Me gustaría hacerlo, sin embargo tampoco lo siento como una necesidad inevitable en mi vida.

El asunto en cuestión es que cuando la gente se entera, me señala con su dedo acusador de palabras y comienza un hilo interminable de razones, perfectamente comprensibles para ellos, pero incomprensible para alguien que tiene una fobia. Y la pregunta es: ¿ por qué nos gusta tanto meter el dedo en las heridas ajenas? Habitualmente conozco perfectamente las debilidades de mis interlocutores: al uno le da pánico ir al dentista, al otro le da pánico mirar dentro de sí mismo y un largo etcétera. Francamente,  consiguen hacerme sentir muy mal. Sentimiento que yo intento siempre no provocar, al menos a sabiendas, en la gente que amo. Mi problema solo tiene una solución y la sé: ir al psicoanalista y después hacerlo. No hace falta que nadie me lo recuerde constantemente.

“Oye mira te ha salido un grano en el culo, pero no sé por qué te quejas si los granos en el culo son estupendos, todo es probar, te lo tocas, te lo tocas y al final lo aceptas, es tu grano en el culo, con una pomada de bromazepan se te quita, o con dos, pero no entiendo por qué te ha salido un grano en el culo, la verdad, eso solo te puede pasar a ti” ¿ Os lo imagináis? Pues así va la cosa. Relatos interminables sobre el mismo tema cuando solo hay que decir: ve al doctor, no te preocupes, te queremos con tu grano en el culo. Y luego cambiar de tema.

En un acto de rebeldía, cuando ponen el dedo en mis debilidades, confieso que algunos con muy buena intención y otros no tanto, lo siento como tal muestra de falta de respeto que reacciono a la inversa. Me hacen sentir tan pequeña que mi fobia se hace más grande. Me siento una completa mamarracha ( me encanta esta palabra, define tanto con tan poco.., y tienen una pronunciación tan bonita…)

Recuerdo una alumna que tuve, se había mudado al campo porque le gustaba la naturaleza pero le daban fobia las lagartijas. Si un día había tenido el infortunio de cruzarse con una, venía llorando como si se fuera a acabar el mundo, a mí me costaba entenderla, lo reconozco, hasta que pensé en mis propias lagartijas.( todos tenemos una, lo que pasa es que unas son más llamativas que otras). Cuando llegué a esa conclusión, dejé de darle soluciones que solo me servían a mí ( las lagartijas me parecen seres entrañables y me entretiene muchísimo verlas reproducirse en primavera). Así que empecé a acariciarle el espalda por las mañanas, a darle clínex y a consolarla por aquella terrible aparición. También dejé de hacerle preguntas. Un día se mudó a la ciudad, me dio mucha pena porque le encantaba el campo. Yo sabía que no era la solución. No le dije nada porque sé que iba a hacer lo que tuviera que hacer, cuando ella estuviera preparada, y si nunca lo estaba, yo la iba a querer igual porque era una mujer tan bonita, en el amplio sentido de la palabra, que ni sus lagartijas podían hacerle sombra.

Juan Ramón Jiménez, no conducía por miedo a atropellar a un perro, llegó a tener tal claustrofobia que daba las conferencias junto a la puerta por si tenía que salir pitando. Afortunadamente encontró a su Zenobia, que lo amó sin condiciones. Murakami y su obsesión con la disciplina. O el más bonito de todos, Gabriel García Márquez, que no podía escribir si no estaba descalzo y había cerca flores amarillas. El mundo está lleno de locos maravillosos..

En definitiva, creo que hay que normalizar las enfermedades mentales, es muy fácil culpabilizar, culpabilizarte y dejarte culpabilizar.

Cuando me descubro salvando crías de ratón agonizando en una piscina como si fuera la misión más importante de mi vida. O enterrando pájaros que no han sobrevivido al invierno y lanzando una oración al universo por su alma, me parezco una tía rara y magnifica y hasta me quiero.

Hay fobias horribles, las fobias no son graciosas, ni para quien las sufre ni para los que están cerca, pero lo peor de todo es asomarte dentro de ti mismo y no encontrar algo bonito con lo que entretenerte o un rincón donde acurrucarte. Mirar a los ojos de tu prójimo y en lugar de ponerte en su piel, ensañarte con sus miedos. Eso sí que es ser un mamarracho en el amplio sentido de la palabra. Yo al menos reconozco que voy perdiendo una batalla, aquellos que no tienen vida interior, han perdido la guerra.

Texto: Cuca Centeno. ©. Copyright.

«La felicidad suprema en la vida es tener la convicción de que nos aman por lo que somos, o mejor dicho, a pesar de lo que somos»

Victor Hugo.

Imagen extraída de Internet, si eres su autor  dímelo y añadiré tu nombre o la retiraré de inmediato.

 

El viaje definitivo.

Nunca supo el motivo de aquella fascinación por el sonido de las campanas. Estaba fumando apoyada en la ventana, solo se escuchaba el silencio de la noche y la brisa que salía de su boca al exhalar el humo, cuando la sacaron de su ensimismamiento.

Las sintió como un golpe de suerte. Probablemente todos dormían y solo ella era la elegida para escuchar las doce campanadas, una tras otra, rozándose los talones y al mismo tiempo respetándose. Las imaginaba latiendo con fuerza dentro de su torre, encumbradas en lo alto mientras aleteaban al viento la llegada de una hora más. Expulsando la última calada, pensó que, aunque su trabajo era contar el paso del tiempo, siempre sonaban lo mismo; desde su infancia hasta ahora.

Ella, por el contrario, ya no sonaba igual. Los años habían hecho mella en sus ilusiones, en su cuerpo, en las arrugas que comenzaban a surcar su frente, pero aún podía tocar la infancia con la mano. Tenía la sensación de que los años habían pasado por ella, más que ella por los años. Su cuerpo seguía temblando de frío, o de placer, o de miedo. Solo por eso, sabía que estaba viva.

Últimamente se aferraba a sentir más que a ninguna otra cosa. Pensar tanto empezaba a agotarla, y buscaba el sentimiento en todo lo que hacía, desde la canción que ponía mientras conducía hasta los amigos que procuraba conservar. Había relegado a algunos al muro de la indiferencia; a unos por indolentes y a otros por cobardes, que es la peor forma de ser desapasionados. Tantos años intentando razonarlo todo para llegar a esta terrible conclusión, y eso que él ya la había avisado siendo aún una niña: da igual lo que hagas, nunca serás feliz si no lo haces con pasión.

Recordó aquella clase de literatura y esa frase que terminó siendo casi una filosofía de vida, “Los dos guerreros más poderosos son la paciencia y el tiempo” y se le acababan los dos: el tiempo y la paciencia

Había pasado una hora y apenas había leído un par de capítulos. La devolvieron a la realidad las campanas, una sola, que se le antojó casi lúgubre. En la lejanía de la brisa que las separaba, le iban fiscalizando los minutos de vida y, por un momento, las odió.

Texto: Cuca Centeno. ©. Copyright.-

«… Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará nostáljico…

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.»

Juan Ramón Jiménez

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El regalo de cumpleaños

Te hablaré, entonces, de uno de los amores de mi vida. Un amor ‘no humano’.

Hubo una oleada de robos en la calle, algunos a mano armada. En aquella época yo dormía sola y me costó adaptarme a los ruidos de aquella casa, a la soledad nocturna.

Llegó a mi vida en una fría noche de enero, unos días antes de mi cumpleaños. Parece que las cosas hermosas llegan a mi vida en esta época. Tenía como un ligero olorcillo a queso fresco que solo se notaba si te acercabas mucho. Me lo embalaron con su comida y su correa. Ambos íbamos en el coche muy asustados, él temblando de frío y de miedo; yo lo miraba de reojo mientras conducía, sintiendo entre pena y desolación por mi incapacidad para adquirir compromisos. Se pasó toda la noche llorando. No pude dormir por mi imaginación de su desesperanza, por mi crueldad, por no quererlo lo suficiente, por no saber consolarlo, por haberlo adoptado solo como un instrumento de defensa personal. Me sentí egoísta.

Por la mañana se acercó trotando todo lo alegremente que le permitían sus tres torpes meses. Me perdonó y me dio el primer lengüetazo. Ese primer beso selló nuestro amor para siempre. Nos adaptamos rápido el uno al otro y comenzó a darme menos miedo dormir sola. Sí yo leía, él leía; si yo caminaba, él caminaba. En verano salíamos al patio y encendíamos velas; yo le bailaba a las estrellas y él contemplaba atento, con la cabeza apoyada entre las patas, el compás de las monedas de mi cintura.

Tenía solo una debilidad: se dejaba hipnotizar por el vaivén de unas caderas perrunas. Se fugaba y luego volvía despeinado, con margaritas y hojas rotas en el pelo. Yo, entonces le regañaba, pero él sabía que en el fondo lo envidiaba por su valentía, por su espíritu libre, y de alguna forma me lo restregaba con un teatro que consistía en un bajar de orejas falsamente humilde acompañado de una mirada socarrona.

Murió de cáncer con apenas cinco años. Nuestro amor se terminó una noche de verano; tuvo la delicadeza de no morir cuando caen las hojas. Como tantas otras cosas, debió intuir que mi verano sin él iba a resultar menos doloroso que mi otoño. Al año siguiente desarrollé alergia a los perros, al amor. He tenido varios intentos más, pero siempre han sido fallidos. No es fácil encontrar un alma conectada a la tuya. No es nada fácil.

Texto: Cuca Centeno. ©. Copyright.-
«Los perros son nuestra unión al paraíso. No conocen el mal ni los celos ni el descontento. Sentarse con un perro en la ladera de una montaña en una tarde gloriosa es volver al Edén, donde no hacer nada, no era aburrido: era paz»                             Milán Kundera.

Ventanas.

Siempre que voy a un lugar nuevo, lo primero en lo que me fijo es en las ventanas. Un baño con ventana es un plus y los cafés con ventana me saben mejor. Cada lugar, cada barrio, cada pueblo, tiene unas luces distintas, un olor distinto. La sangre que fluye en las arterias de las calles posee un ADN diferente.

La ventana donde duermo tiene rejas tradicionales blancas, y un olor a brisa fresca y sonrosada cuando la abro en invierno. Estacionalmente tengo un amigo ruiseñor, regordete y vergonzoso, que me espía hasta que me pongo en movimiento. Las noches de verano solo deja entrar estrellas, códigos secretos de perros que se comunican a lo lejos, las campanas de la iglesia y grillos. A menudo refresca y me tengo que levantar para cerrarla, con la tristeza de saber que dejo de pertenecer a ese mundo. He tenido ventanas de barrio que daban a ojos de patio. Me gustaba fumar allí e imaginar la vida de cada piso; la ropa que tendían me aportaba mucha información. Al medio día había fiesta en las cocinas y se oía el crujir de los cubiertos y el olor de las patatas con pimientos o el lomo a la plancha. Un batiburrillo de aromas que confluían en el patio del vecindario y despertaban mi imaginación y mi apetito. La hora de la comida era más divertida que ahora, porque de alguna manera se hacía en comunidad. Tras el ajetreo de los platos en verano, el silencio de la siesta, alguna telenovela a lo lejos e incluso algunos susurros de amor.

Tuve una ventana que daba justo frente a Sierra Nevada y me parecía menos real que las anteriores. A pesar de su belleza, era lejana e inerte como una postal de Navidad. No tenía ninguna esencia, como máximo alguna ambulancia triste dejaba un hedor a preocupación y gasolina.

Hubo una ventana alta y temporal en la que fui muy infeliz. Para contrarrestar, pasaba la luna llena e inundaba el dormitorio de un blanco esperanzador. Se veía la ciudad a lo lejos llena de luces y sabía que en cada una de ellas habitaban almas (seguro que algunas tan tristes como la mía y otras, llenas de la esperanza que yo deseaba tener). Conocí una ventana llena de souvenirs en donde se hablaban todos los idiomas y olía a incienso. Y de todas las ventanas que me he parado a sentir, la más mágica de todas estaba frente al mar. Por la noche escuchaba las olas que me acunaban con su respiración hasta que me dormía. Estaba tan cerca que podía intuir su movimiento palpitando bajo mi cama. Aquella ventana tenía dos lunas, una en el cielo y otra en el espejo del mar, que cada noche construía un camino en línea recta con lucecitas blancas y saltarinas llenas de sal.

En mi infancia tuve una ventana aparentemente sosa, una farola y una pared blanca, eso era todo, pero escondía mil mundos si sabías mirar. Por la noche cobraba vida y la pared se convertía en un tapiz de lagartijas a la caza cuyo cuartel general era la farola. En primavera compartían estancia con una familia de golondrinas que salían a buscar comida dejando a sus crías en el nido. También había palomas que se acostumbraron a cruzar descaradamente, porque mi padre les daba de comer. Tenía una mesa debajo de la ventana donde solía leer y me sobresalté más de una vez porque aparcaban bruscamente en un aleteo rotundo, justo al lado de los geranios, siempre rosas, de mi madre.

Ha habido ventanas de una noche que apenas recuerdo. Otras inolvidables, como aquella de artesonado mudéjar con marcos de madera; me despertó la Torre de la Vela y me asomé despeinada para desperezarme de tanto amor. La Alhambra me miraba cómplice de reojo. Hubo una ventana amplia y descarada que daba al río Genil. Allí él me desabrochó con urgencia los botones de un vestido de novia que nos parecieron interminables. En aquel momento era tanta la necesidad que ni nos detuvimos a cerrarla, la pasión no suele ser tímida. Ha habido ventanas aburridas, como aquella gris de la Universidad de Filosofía que tenía un monólogo literario que en aquel momento no quería escuchar. La ventana era gris y la literatura era gris. Andar mercadeando con notas asuntos literarios era de un descaro que no podía soportar. Y pensé que me había equivocado, y probablemente me equivoqué. La literatura, al igual que la política, no me han dado lo que esperaba desde dentro de un sistema: ambas son más libres y más incorruptibles desde fuera.

Esas han sido algunas de las ventanas de mi vida. Ha habido ventanas en las que he suspirado de felicidad, algunas en las que he soñado y otras en las que he tiritado de ansiedad, de soledad y de frío. Tantas ventanas me quedan por contaros.., tantas por descubrir… Por eso sé que si andamos un poco perdidos, siempre nos quedará abrir una nueva ventana y respirar.

» Las cosas cambian, la gente cambia, y el mundos seguía girando al otro lado de la ventana».   Mensaje en una botella. Nicholas Sparks.

Texto: Cuca Centeno. ©. Copyright.-
Imagen: Muchacha en la ventana. Salvador Dalí.

La antesala del cielo.

Inexorablemente tuvo que mentir para seguir allí. Esa fue una de las tantas incoherencias que la habían llevado al borde del abismo. Eva se había dado cuenta de que no podía engañarse, ni a los demás, ni a sí misma. Eso le había provocado, sin que ella fuera consciente, sus crisis de pánico. Ser honesta y morir de alguna manera o ser sincera y vivir con todas las consecuencias.
Subió cinco pisos de escaleras para no coger el ascensor. Su primera visita al psiquiatra y ya llegaba sin aliento. No sabía qué tipo de gente encontraría allí. Entró en la sala de espera y se desanimó al verla completamente llena. Parecía un andén lleno de pasajeros impacientes. El calor era sofocante. Le iba a tocar esperar. Se sentó en el único sitio libre y sutilmente comenzó a observar a sus compañeros. La habitación estaba llena de ángeles expulsados del cielo sin previo aviso.
Las paredes estaban tapizadas de un color entre rojo y negro intentando dar un toque de modernidad que finalmente resultaba lúgubre.
Una muñeca de unos quince años se comía las uñas: moño alto, falda y ademanes de bailarina, unas tristes y delgadas piernas que movía de un lado a otro en una gravitación casi etérea. Unas sandalias que, aún sentada, apoyaba en el suelo de puntillas. La piel de papel y el gesto inquieto.
Un hombre de mediana edad se escondía con vergüenza tras una revista que no le interesaba. Llevaba el eco de la intelectualidad en el rictus, parpadeaba constantemente parapetado tras su revista y se subía las gafas, probablemente pensando lo mismo que todos los demás: ¿qué hago yo aquí?
Un matrimonio de jubilados sentados en el filo del sofá: ella le alargaba la mano de vez en cuando y lo miraba; él, en silencio, bajaba sus ojeras hacia el suelo.
Una señora sentada junto a la puerta, rústica y rotunda como un hombre, sudaba y se abanicaba con impaciencia rompiendo la respiración constante del aire acondicionado.
Atrincherada en una esquina, una mujer de unos cuarenta años de belleza salvaje, pendientes, vestido, collar y pelo largos. Tiene cara de escritora –pensó Eva–.
Se observan despistadamente unos a otros con la mirada de la camaradería que arrastra la tristeza, el dolor, la frustración o sencillamente la vida.
A Ángela, la bailarina, la perfección por la danza la está matando de anorexia.
Gabriel, el intelectual, no ha podido superar el daño que ha causado al amor de su vida tras su infidelidad .
A Rafaela, la mujer grande, le ha sobrevenido la menopausia y la soledad. Sus hijos se han marchado de casa y los sofocos le producen añoranza y la añoranza le produce sofocos.
Miguel, el señor mayor, ha perdido a su madre. Ella ya tenía noventa y nueve años, es capaz de comprender que había vivido lo suficiente, pero esta somatizando los mismos síntomas que tuvo antes de morir.
María, la chica hippy, no puede viajar, le dan pánico los aviones y en el meridiano de su vida ha decidido no posponerlo más: quiere ver Paris, Tokio, ser la aventurera que siempre quiso ser. Una madre protectora, chantajista y su carácter hiperestésico han hecho el resto. Está decidida a marcharse y volar.
Todos están allí por la misma razón: necesitan volver al lugar de donde proceden, necesitan aprender a volar.

Si vas a intentarlo, ve hasta el final.

De otra forma ni siquiera comiences.

Si vas a intentarlo, ve hasta el final.
Esto puede significar perder novias,
esposas,
parientes,
trabajos y,
quizá tu cordura.

Ve hasta el final.
Esto puede significar no comer por 3 o 4 días.
Esto puede significar congelarse en la banca de un parque.
Esto puede significar la cárcel.
Esto puede significar burlas, escarnios, soledad…
La soledad es un regalo.
Los demás son una prueba de tu insistencia, o
de cuánto quieres realmente hacerlo.
Y lo harás,
a pesar del rechazo y de las desventajas,
y será mejor que cualquier cosa que hayas imaginado.

Si vas a intentarlo, ve hasta el final.
No hay otro sentimiento como ese.
Estarás a solas con los dioses
y las noches se encenderán con fuego.

Hazlo, hazlo, hazlo.
Hazlo.
Hasta el final,
hasta el final.

Llevarás la vida directo a la perfecta carcajada.
Es la única buena lucha que hay.

Charles Bukowski.

Texto: Cuca Centeno. ©. Copyright.-
Imagen extraída de Internet, si eres su autor dímelo y añadiré tu nombre o la retiraré de inmediato.

En algún lugar de la memoria

Mi abuelo luchó en el bando nacional, o como a él le gustaba aclarar: —Estuve, porque luchar no luché—. Un día, en el bando republicano, escuchó a alguien gritar: —¿Hay alguien ahí de Calle Real?—. Y a él le pareció claramente la voz de su amigo Paco. En ese momento decidió no pegar ni un solo tiro si no era en defensa propia. Las razones eran claras: en primer lugar, no sabía por qué había que luchar y, en segundo lugar, si su amigo Paco moría, ¿con quién iba a tomarse los churros de los domingos sentados al sol en la Plaza Bib Rambla? ¿A quién le iba a contar sus cosas cuando terminara aquella pesadilla? —ni hablar, ni hablar —decía siempre. Es verdad que Paco era muy rojo y que a él le interesaba poco o nada la política pero era su amigo, su mejor amigo. A mí abuela la debió marcar el día que se lo llevaron, porque lo contaba siempre; incluso con Alzheihmer, repetía la historia perfectamente: — Tu madre era muy pequeña, se lo llevaron y tu madre lloraba. Tuve que tirar tanto de ella para que no saliera corriendo detrás de tu abuelo que se le salió un hombro. Y así estuvo días, con el hombro salido y abrazando una muñeca. Mi hermano, que en aquella época sufría problemas económicos y vivía con nosotros, se ahorcó; dejó una nota en la que explicaba entre otras cosas que era pacifista, que ya era algo más de lo que era tu abuelo, porque tu abuelo es que no era nada, al pobre le venía todo bien. Y así fue cómo salí de aquella casa con tu madre, el hombro descolocado, la muñeca y un hatillo con lo más inmediato pensando en no volver allí nunca más, nunca más. Cuando entraba en la habitación, no podía sacarme de la cabeza las botas muertas de mi hermano dando tumbos en mitad de la habitación, ¡con el trabajo que me había costado sacarlo adelante!. Era la segunda vez que cerraba puertas y pestillos para enterrar allí los recuerdos e intentar olvidar. Lo cerré todo bien fuerte, ¿sabes niña? Bien fuerte—. Mi abuela se tuvo que venir de la Alpujarra siendo ‘mozuela’, decía ella; una epidemia de tuberculosis acabó con sus padres y dos de sus hermanos. Ella era la mayor, así que vendió lo que tenía y se vino a Granada para intentar sacar a sus tres hermanos pequeños adelante. — Luego llegó la guerra y me robó otro. Tanto sacrificio para esto, putas guerras y putos gobernantes— y escupía al suelo. Yo me quedaba boquiabierta, porque normalmente era muy educada. Recomponía su talante elegante, se ponía bien la falda sentada muy recta y se atusaba un pelo rizado y abundante plateado por los años y por sus batallas. Mi abuelo arreglaba muebles y ponía anea a las sillas. Cuando mi abuela pasaba por la puerta, con esos ojos tan grandes, ese pelo y aquellas caderas, él salía rápidamente a la puerta. Como era nueva en el barrio, le puso la forastera y cuando pasaba le decía: — forastera, ¿cuándo te vas a casar conmigo?—. Lo miraba con ese carácter seco que la caracterizaba y no le contestaba. Para ella era solo un niño. Él tenía 23 años y ella 30 cuando se casaron. Él lo achacaba a que sus encantos eran irresistibles; ella, a que él le devolvió la sonrisa. Cuando volvió de la guerra, mi abuela contaba que parecía una marioneta: —Vi venir a un hombre con unas patillas muy secas, con la ropa rota y muy sucio.Había algo en su mirada diferente. Yo no sabía bien si era tu abuelo, lo abracé fuerte y cuando lo saqué de la bañera, vi que sí, que era mi Antonio; había vuelto, aunque el brillo de su mirada no volvió nunca, se lo llevó la guerra—. En toda su vida no le perdonó al bando con el que luchó que su amigo Paco no volviera. Eran otros tiempos, los médicos no recetaban Prozac, así que todos se administraba su propia cura ‘ dos vasillos de vino’. Nunca estaba borracho, pero no podía vivir sobrio. Murió de cirrosis. Lo mató la incapacidad de vivir en el mundo real. Yo era muy pequeña. Mi madre me llevaba al hospital porque no tenía con quien dejarme. — Ven aquí conmigo, lo que tengo no es contagioso—. Me miraba con ojos dulces y me decía: — Estos mofletes no tienen precio —. Mi madre dice que nos quedábamos dormidos abrazados, y de esa forma fue como un día yo me desperté y él no. Se murió con las ganas de saber dónde estaría enterrado su amigo Paco para poder ponerle unas flores los domingos por la mañana. Y no, no era odio, no era rencor, era amor.

Es 20 de junio. Normalmente me gusta subir a la tapia del cementerio de Granada, pero hoy estoy fuera y, en su defecto, he decidido ponerme a escribir esta historia para compensar; no sé por qué a tanta gente le cuesta entender que no es una cuestión de odio, es una cuestión de cicatrizar heridas.

Mi abuelo está enterrado al otro lado de la tapia, tuvo un entierro digno, pero sé cuánto le hubiera gustado que la familia de su amigo tuviera también un lugar donde acudir a llevar flores.

…) Philip se dio cuenta que, en una guerra civil, la primera baja era la de la justicia. «Los pilares de la Tierra» (1989),Ken Follett

 

Texto: Cuca Centeno. ©. Copyright.-

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El baúl de los sueños.

El calor había entrado de golpe, le pesaban las piernas y se sentó en un banco para descansar, la mochila llena de libros le estaba lastimando el hombro. Incluso las palabras, una de las cosas que más le gustaban,comenzaban a pesarle, pensó mientras las soltaba de golpe y se agachaba para buscar en un bolsillo un cigarro, que no debía fumar porque se le acentuaba aún más el nudo del estómago. El árbol que había junto al banco movía armónicamente sus hojas recién estrenadas, orgulloso y brillante. Qué fácil sería vivir sin tener que pensar, solo estar, enraizada a la tierra dejándose acariciar por el sol y la lluvia.

En ese momento se escuchó una estampida de voces infantiles y salieron al patio dando gritos un buen número de mamíferos humanos. Los miró con nostalgia tras la cancela, mientras exhalaba el humo. Tendrían cinco o seis años y blandían en la mano espadas de colores que probablemente les habían dado para celebrar el final del curso escolar. Le vino a la mente aquella canción de Fede Cómín “de grande no quisiera ser mayor”, y unos versos de Rilke, “La verdadera patria del hombre es la infancia”. Ser adulta había convertido su infancia en un baúl de los sueños,algunos quizás recuperables.

Estaba fascinada por tanta felicidad inconsciente. En unos años sabrían que esto es la guerra y les deseó que sus espadas siguieran siendo rosas y de plástico y que su objetivo continuara siendo atacar al enemigo para robar cosquillas y sonrisas. Cerró los ojos y lo pidió al universo desde su corazón de niña adulta. Su amigo el árbol asintió con las ramas. O eso quiso pensar ella.

«Ninguna razón tenemos para recelar y desconfiar del mundo en que vivimos. Si entraña terrores, son nuestros terrores. Si entraña abismos, esos abismos nos pertenecen. Si es así de peligros, hay que procurar amarlos. Quizá sean todos los dragones de nuestra vida, princesas que sólo esperan vernos alguna vez resplandecientes de belleza y valor.» Rainer María Rilke.

Texto: Cuca Centeno. ©. Copyright.-

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