La culpa es de mi barrio

La gente que me quiere me incita a escribir, pero desde hace un tiempo, me cuesta bastante. Me cuesta escribir, pero aún más compartirlo.

Parece ser que cada escritor tiene potentes razones para hacerlo, y posiblemente, mis motivos no son de gran envergadura.

Emil Cioran consideraba que escribía para no matar a alguien (razón de peso, sin duda). Mi querido Federico, sin embargo, afirmaba que escribía para que lo quisieran. Ambos motivos me parecen loables, aunque empieza a darme cierta identidad y solvencia que no me quieran, empieza a gustarme tener detractores, sobre todo si son discretos. La cuestión es que hoy he decido daros un rato el coñazo.

Por motivos ajenos a mi voluntad, estos últimos días he caminado por las calles de mi infancia y los pequeños detalles han hecho despertar los recuerdos en mi maltrecha memoria. Laika me acompañaba con su caminar gracioso y su mirada vivaz. Ella tiene el poder de leer mis pensamientos, conoce mejor que nadie mis mundos sutiles, de hecho, ella en sí misma es un mundo sutil.

Llegué hasta mi portal y me asomé cautelosa, como una espía, a través del cristal para comprobar que el felpudo de la entrada seguía siendo el mismo, eso sí que es reciclar, o quizás, es solo que pertenece a la infancia, donde nada se deterioraba con la misma facilidad, en aquella época todo duraba más, desde las zapatillas y los jerséis hasta la amistad. Quizás porque lo más real de nosotros se quedó allí, donde llorábamos cuando estábamos tristes, donde comíamos cuando teníamos hambre, donde la amistad era solo un lugar al que ir a refugiarse sin pedirle permiso a WhatsApp, sin intermediarios, sin más interés que el gusto por compartir la vida por sencilla que fuera.

Pude verme bajar las escaleras de la mano de mi madre, pude verme subida a cuestas de mi sufrido hermano, pude verme adolescente, en la oscuridad, despedirme abrazada al que luego ha sido el hombre de mi vida y, por poder, hasta pude ver a aquel chico de mi barrio que una mañana apareció con un limón en la mano y una jeringuilla enganchada al brazo. Aunque casi todas las historias de mi escalera fueron bonitas, también viví algún episodio desagradable.

Continuamos nuestro camino, dimos un extraño rodeo, a veces Laika me pasea a mí, más que yo a ella, quiere oler y cotillear todo lo que se le antoja.  Y así fue, sin pensarlo, como mi pequeña y peluda hada me llevo justo hasta aquel rincón de mi infancia. Hoy ocupado por un agradable parque, decorado con bellos grafitis que me llevan a pensar, que quizás cuando imaginamos cosas bonitas, algo de esa energía permanece en ese lugar. Como si la imaginación tuviera cierto poder para traspasar las fronteras de la realidad.

Escalar aquella tapia prometía cumplir un sueño inalcanzable. Y yo era demasiado pequeña, así que miraba a los niños de mi barrio saltar al otro lado con admiración y con la esperanza de crecer rápido, una cuarta más y estaba lista. Habían hecho huecos en la pared para subir por este lado, pero al otro, había que saltar hasta el árbol del paraíso y dejarse caer. Cabía la probabilidad de arriesgarse, pero siempre he sido bastante prudente. Incluso cuando era una niña, prefería pecar de cauta a pecar de tonta. O eso es lo que opinaba sobre los que no sabían medir las consecuencias de sus actos y volvían con una pierna rota o con una brecha en la cabeza. Lo pensaba y en parte aún lo pienso. Dicen que el mundo es de los valientes, es la frase más manida, pero yo nunca quise el mundo, yo siempre he querido paz, y la paz, quizás, sí está reservada para los prudentes.

Incluso el sol tenía la delicadeza de esconderse tras aquella tapia cada tarde, besaba con su chispa de atardecer y nubes rojas aquel lugar.

Regresaba a casa cabizbaja y, a menudo, le pedía a mi madre que sacara el lápiz. Ella, siempre colaborativa con esta causa, me decía: -ponte bien recta- y entonces yo apoyaba bien mi cuerpo contra la pared y alzaba la cabeza para hacer las comprobaciones pertinentes. Tanto bocadillo de chorizo Revilla con Coca Cola con azúcar y cafeína (comida indecente para la generación Alfa) estaba haciendo más efecto a lo ancho que a lo largo.

El caso es que un buen día, cuando menos quise acordar, me encontré saltando al otro lado. La historia de los muros y las murallas, que impiden el acceso o la salida, también es la historia de aquellos que se las ingeniaron para atravesarlos.

Era un campo lleno de margaritas, árboles y una antigua casa abandonada donde los adolescentes del barrio habían construido un lugar semi habitable, un lugar donde ser libres fuera de las miradas obscenas de los adultos. La cuestión es que pensé que, si era un espacio de libertad, yo quizás en lugar de un novio podría llevarme un libro. Al fin y al cabo, leer siempre ha sido un acto de rebeldía. Y así fue como encontré un lugar para leer y fui feliz.

Como ya había pegado el estirón, dejé de zampar bocadillos y después de una adolescencia tranquila, sentí miedo de convertirme en una persona adulta. Pronto dilucidé que era difícil que yo estuviera contenta fuera de lo que yo consideraba la perfección de la infancia.

Ahora, como persona supuestamente madura, puedo decir que mis miedos no eran infundados, no me equivoqué, no entiendo por qué la mayoría de las veces no me hago caso, cuando está claro que casi siempre tengo razón.

Y así fue como me coloqué el traje de astronauta para disimular mi inocencia y viajar hacia la vida adulta, cuando la auténtica inocencia es despegar a otros mundos llenos de intereses y mentiras que, sin embargo, en la niñez no existen. La vida se ha convertido en una obligación que no cumplimos nunca. Vivimos en una moderna cueva cibernética, que nos cuenta cosas que creemos sin cuestionarlas, siempre estamos encerrados, en casa, en el coche, en el trabajo, en nuestro móvil, llegamos a casa y nos volvemos a encerrar en Netflix mientras ponemos en práctica alguna dieta saludable de moda en redes sociales, pero sin darnos mucha cuenta de lo que estamos masticando. Nos vamos a la cama sin albergar recuerdos, como autómatas, intentando acumular cosas, pero no momentos. El virus de la velocidad ha alcanzado a todo el mundo, demasiadas obligaciones que cumplir, y se nos pasa la vida corriendo para no llegar nunca. Decía Gloria Fuertes, que la gente corre tanto porque no sabe a donde va, el que sabe a donde va, va despacio, para paladear el ir llegando.

 Continué caminando, con cierta nostalgia, un sentimiento que no me gusta, aunque soy consciente de su utilidad, su única pretensión es rescatar un trozo de nuestro tiempo de las garras del olvido. La casa de una antigua vecina apareció delante de mí, sonriente, con la misma fachada amarilla. Me paré para sentir los lunes por la mañana, con la mochila saltarina a la espalda, caminando hacia la escuela, cuando en el balcón apareció una mujer con el caminar torpe y la mirada desorientada por la vejez. Reconocí en su gesto ausente a la que fue mi joven y sagaz vecina tras el derrumbe que provoca la batalla contra los años. Se me quedó mirando un rato y por un momento pensé que me había reconocido, pero se dio la vuelta y se marchó lentamente por donde había venido.

Qué tristeza el paso del tiempo, la velocidad del tiempo y, aún más, el olvido. El terrible e inquietante olvido.

Mi pareja, que me conoce bien, cuando algunas tardes me encuentra triste y silenciosa sin motivo aparente, me deja un bocadillo de chorizo y una Coca Cola sobre un libro, cierra la puerta y se marcha.  Sabe que se producirá la magia y que cuando pasado un buen rato yo salga de allí, habré vuelto a florecer.

“Parece como si existiera en el cerebro una región totalmente específica, que podría denominarse memoria poética y que registrará aquello que nos ha conmovido, encantado, que ha hecho hermosa nuestra vida.” La insoportable levedad del ser. Milan Kundera

Texto: Cuca Centeno. ©. Copyrigh

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